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Primer capítulo.

El que ganó la apuesta.

Los hombres, entre los matorrales, esperaban el momento. Vieron a lo lejos al hijo del patrón que los había humillado. Se acercaba en su caballo. Parecían uno… el jinete y el corcel. Santiago venía entre la milpa de largas espigas de trigo. Los hombres portaban un rifle y habían apostado quién de los dos haría el disparo. El ganador de la apuesta temblaba de pies a cabeza. Era presa de los nervios y de una extraña y morbosa emoción. Se podía escuchar la palpitación de los corazones de la pareja. Parecían tambores desquiciados en medio de la milpa. El sudor dejó mojadas sus camisas de franela.

 

     Santiago tuvo un presentimiento y luego vio las sombras de quienes le aguardaban para matarlo. Dio un brusco giro a la rienda. No se imaginaba que lo iban a cazar como a un animal. Alcanzó a trotar un poco y el disparo se escuchó como el trueno en una tormenta. El eco de la detonación se percibió varios kilómetros a la redonda.

    Santiago se separó de su montura. El caballo quedó inmóvil como si sólo se hubiera desagregado una parte de su cuerpo. Los hombres vieron caer a su víctima y corrieron. Se escondieron hasta que fueron delatados y la policía los detuvo. El que ganó la apuesta fue condenado a cadena perpetua por el crimen de Santiago Ostolaza. Su hermano se dio un tiro en la cabeza en el momento de conocer la sentencia.

     Don Diego Ostolaza había pagado una recompensa de varios miles de pesos para encontrar al asesino. No podía creer que hubieran matado a su hijo mayor, el más noble, el más apuesto, el más querido. En las noches lloraba inconsolable como una criatura con hambre y frío. Su llanto ahuyentaba a los lobos e interrumpía el melancólico rezo de los tinacales. Nadie se apiadaba de él, ni su hija Evita que era espiritual y misericordiosa pero que vivía la tragedia ensimismada en su ostracismo místico, menos su esposa María que había enmudecido.

     Los hombres vivieron en el poblado atormentados por el suceso. Sus vecinos los veían temblorosos y bebiendo aguardiente desde que clareaba el alba. Intuían que ellos eran los autores del crimen, pero guardaron su sospecha porque pensaban que la venganza podía arrasar con todos.

    Más les taladraba la culpa a los hermanos Piñeiro cuando supieron que el muertito no era a quien querían asesinar. Lo habían confundido.

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